
Autor: Eduardo Nava Hernández*
Título: Proyecto Nacional y Reformas Estructurales en la Perspectiva Histórica **
Toda Constitución Política fundamental, emanada de una revolución política victoriosa, aunque haya sido impuesta por una minoría, debe ser considerada como la más exacta expresión de la voluntad nacional, porque resume la acción de los que la imponen, la sanción de los que consienten y la impotencia de los que la resisten.
Andrés Molina Enríquez
Cerca ya de cumplir un siglo de haber sido promulgada, la Constitución de 1917 es no sólo la de mayor vigencia en nuestra historia sino también la que más ha sido modificada. Suman alrededor de 560 las reformas operadas a sus artículos desde 1921, algunas para enriquecer y ampliar su contenido social; otras muchas para modificarlo y apartarlo de su sentido y su espíritu originales. Las más numerosas, durante el reciente gobierno de Felipe Calderón; las más trascendentes en materia económica y social las operadas durante los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari y el actual de Enrique Peña Nieto.
Se ha discutido bastante de dónde proviene el sentido social de la Constitución Política de 1917 que hizo de ésta única en el mundo y la más adelantada de su época. Para algunos, el Congreso Constituyente rebasó la autoridad política del presidente Venustiano Carranza y retomó las banderas que el zapatismo y la Soberana Convención Revolucionaria planteaban en materia social y política para contraponerlas al proyecto original de carta magna presentado por aquél. Para Arnaldo Córdova, la nueva constitución formó parte del proceso de consolidación y legitimación del nuevo Estado revolucionario y del nuevo grupo en el poder a través de un proceso más amplio de asunción de medidas y políticas populistas. Para Adolfo Gilly, es, en cambio, el resultado de la lucha de clases en la Revolución y de la asimilación por los vencedores de los postulados de las tendencias que, aunque vencidas militarmente, fincaban su prolongada resistencia en el planteamiento de radicales reformas sociales.
Lo cierto es que, al reunirse en Querétaro el Constituyente convocado por Carranza, y aún después, la rebeldía de los zapatistas estaba viva en el Estado de Morelos y en Chihuahua y Sonora el villismo se mantenía en armas contra el gobierno carrancista. El Programa del Partido Liberal, de 1906, y el Plan de Ayala desde 1911 habían planteado ya la reforma social. Y el propio Carranza en sus adiciones al Plan de Guadalupe de diciembre de 1914 (con la Convención ocupando la ciudad de México) y su Ley Agraria del 6 de enero de 1915 había ofrecido al país un programa de reformas sociales y políticas que iban en el mismo sentido. Lo que el Constituyente efectuó fue la incorporación y perfeccionamiento, en el texto constitucional, de esas reformas que ya no eran ajenas a la facción constitucionalista, mientras que Carranza mismo planteaba también promoverlas pero a través de leyes secundarias.
Los artículos 3º, 27, 123 y 130 dieron así a la Constitución mexicana de los albores del siglo veinte un carácter marcadamente social que iba más allá que cualquiera de sus contemporáneas. Al hacerlo, propusieron un proyecto de nación que, sin romper con el capitalismo, le diera a éste y al nuevo Estado un sesgo social y de atención a las necesidades de las clases oprimidas. Su incumplimiento, o su acatamiento sólo parcial, dieron a éstas también un programa de lucha para el periodo subsiguiente. El 3º estableció para el Estado una obligación, y para el pueblo un derecho, de acceso general a la educación, con carácter público, gratuito y laico. El 27 estableció las bases de la soberanía nacional y colocó al poder público la responsabilidad de restituir y distribuir las tierras de cultivo a los núcleos de población que requirieran de ellas para su subsistencia. El 123 otorgó nivel constitucional a los derechos de la clase trabajadora que en los demás países se concedían a través de leyes reglamentarias. El 130 refrendó el espíritu y la letra de las Leyes de Reforma limitando severamente, incluso anulando, la acción política de las asociaciones religiosas. En resumen, ese proyecto se puede condensar en el de un Estado fuerte y tutelar de garantías individuales y derechos sociales, e impulsor activo del desarrollo económico de la nación.
La reversión constitucional de ese proyecto inició en 1991, con la iniciativa salinista para modificar el artículo 27, poniendo fin al reparto agrario como obligación del Estado y sentando las bases para la privatización de las tierras ejidales que perdieron, por tanto, su carácter social. Continuó con la reforma al 130, bajo esa misma administración, y se ha prolongado y consumado con las recientes reformas operadas en 2013 al 3º y a los artículos 27 y 28, esta última en materia de petróleo y energía, pero pasando por la reforma laboral de noviembre de 2012 que, sin alterar el artículo 123, introdujo en la Ley Federal correspondiente la llamada flexibilización y la desprotección del trabajo. Como saldo tenemos una constitución formalmente la misma de 1917 pero desnaturalizada de manera radical hasta convertirla en su contrario.
Las reformas llamadas estructurales no son, empero, tan sólo los cambios operados en materia constitucional. Arrancan como reestructuración y desregulación años antes que éstas y se desarrollan por diversos ordenamientos y políticas públicas.
Puede decirse que inician desde 1977 con la imposición por la política laboral de los topes salariales como mecanismo de redistribución regresiva y, por tanto, de concentración de la riqueza. Los topes, conjuntamente con la inflación y desvalorización de la moneda han llevado a la economía mexicana a lo largo de casi cuatro décadas a ubicarse entre las de más baja remuneración salarial en el mundo y en América ―y la más baja entre los países de la OCDE, a la que nuestro país pertenece―; y al salario mínimo que en 2014 perciben 6.7 millones de trabajadores, en una cruenta burla a lo establecido en el artículo 123. El deterioro salarial y laboral, con su alto costo social y familiar en materia de vivienda, educativa, de salud y de calidad de vida en general, no ha favorecido, en cambio, el crecimiento económico ni la armonía entre los factores de la producción. Sí ha debilitado el tejido social y ha propiciado la desprotección y el desamparo de una parte nada despreciable de la población, generando migración, deserción escolar y la delincuencia en sus distintas modalidades.
La apertura comercial iniciada en la segunda mitad de los ochenta, con la sustitución de permisos de importación por aranceles y el ingreso de México al Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio, GATT, y culminada en 1993 con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, es otra gran reforma estructural no reflejada en el texto constitucional. La apuesta del neoliberalismo económico ―que es un neoconservadurismo social y político― consistía en que la apertura atraería nuevas inversiones portadoras de capitales frescos y más avanzadas tecnologías, elevando los niveles de productividad y de eficiencia en el sistema económico en general. Lejos de ello, ha significado, por un lado, vínculos de dependencia más robustos en materia comercial, tecnológica y financiera con respecto de los Estados Unidos; y por otro, la desprotección a una gran cantidad de productores nacionales tanto manufactureros como agrícolas. Ya al iniciarse los años ochenta del siglo pasado, México orientaba a los Estados Unidos, a precios inferiores a los de la OPEP, el ochenta por ciento de sus exportaciones petroleras y era proveedor de las reservas estratégicas de ese país. La apertura comercial no hizo sino reforzar esa tendencia. Hoy México es una de las economías más abiertas del mundo y, pese a ser también una de las que cuenta con mayor número de tratados comerciales con diversas regiones, concentró en 2013 el 78.8 por ciento de sus exportaciones y el 49. 1 por ciento de sus importaciones, en el mercado estadounidense .
Pero peor aún, la apertura externa y el libre comercio no trajeron consigo el crecimiento y menos aún el desarrollo. Si durante el periodo del desarrollo estabilizador y la industrialización sustitutiva de importaciones México creció a una tasa anual promedio de 6.3 %, en la era de la apertura comercial y las reformas económicas estructurales esa tasa ha descendido al 2.3 %, y a un modestísimo 0.35 % como PIB per capita . Tampoco han podido revertir el desempleo estructural, que se ubica estructuralmente por arriba del 5 % ni promover el mejoramiento de los salarios.
La apertura iniciada en los ochenta fue acompañada de otras reformas no menos trascendentes: la desincorporación de empresas del sector paraestatal, transferidas en su mayoría al capital privado, incluyendo los bancos nacionalizados en septiembre de 1982 y la empresa que ostentaba el monopolio en el sector telefónico; la desregulación de las actividades económicas, particularmente las financieras, y de los precios y tarifas del sector público y de las mercancías antes bajo control; y la reducción del gasto público ―en especial el gasto social― para enfrentar el déficit de las finanzas estatales. Con todo ello quedaba atrás el papel intervencionista asumido por el Estado en el periodo inmediato anterior. Y no es sino una paradoja que, mientras el papel del Estado se debilitaba, se introdujera en el artículo 25 de la constitución el concepto de rectoría del Estado en el desarrollo nacional.
La liberalización del sector financiero incluyó la virtual desaparición del encaje legal (el porcentaje del que el Estado disponía en los fondos de ahorro bancario), la reprivatización de la banca y la autonomía del Banco de México. Pero ni la apertura comercial ni la desregulación financiera sirvieron para impedir una crisis de la magnitud de la de 1994-1995, con su pasmoso -6.9 por ciento en el PIB nacional.
La privatización de los fondos de pensiones fue otra de las reformas llamadas de segunda generación. La creación de las administradoras de fondos para el retiro y el ahorro forzoso con el que éstas se han alimentado, han significado meramente un fortalecimiento del sector financiero y sobre todo el capital especulativo, y no una garantía de vida digna para los trabajadores en retiro. Dichos fondos en repetidas ocasiones han reportado pérdidas para el trabajador, eufemísticamente llamadas “minusvalías”, que dan cuenta del desordenado manejo de las mismas. La reforma a la ley del IMSS transfirió los recursos de pensiones a las afores y relevó a la institución de su responsabilidad en la administración de los mismos, aumentando además los años de servicio, de 26 a 28 para las trabajadoras y de 28 a 30 para los varones. La reforma a la Ley del ISSSTE en 2007 modificó el régimen jubilatorio , que pasó del sistema de reparto al de aportaciones individuales; incrementó la aportación de los trabajadores al fondo; elevó a 60 años la edad mínima y a 25 años de cotización el requisito para alcanzar la jubilación; transfirió a las aportaciones de los trabajadores y las instituciones cotizantes el sostenimiento de los servicios médicos, haciendo transitorios los apoyos de la federación, y reconoció como deuda pública los montos de las aportaciones, garantizando a los trabajadores ya activos en ese momento la cobertura de las jubilaciones conforme al régimen anterior. Pero las nuevas disposiciones, aplicables de manera general a los trabajadores de reciente contratación, no aseguran a futuro una pensión jubilatoria suficiente.
La llegada de Enrique Peña Nieto al gobierno nacional y la firma del Pacto por México que comprometió a los partidos de colaboración Acción Nacional y de la Revolución Democrática, abrieron la puerta para una nueva oleada de reformas aplicadas al texto constitucional, como lo hiciera anteriormente Carlos Salinas de Gortari. Las modificaciones ejecutadas han terminado de desfigurar lo que quedaba del proyecto nacional originario de 1917. Pero no sólo eso, han cancelado también, por un periodo indeterminado, el ciclo de democratización del sistema político iniciado en 1968 y en 1988, han implantado una virtual dictadura legislativa (Manuel Bartlett), han restablecido el régimen de partido de Estado y han buscado restaurar el presidencialismo omnipotente de antaño; todo ello con el apoyo del PAN y el PRD.
Una tras otra, las reformas laboral, educativa, de telecomunicaciones, financiera, fiscal y energética fueron promovidas desde la presidencia y aprobadas en el Congreso de la Unión y en las legislaturas de los Estados. En algunos casos, han enfrentado la resistencia activa de los afectados, en tanto que en otros han pasado sin mayores problemas a incorporarse a la estructura jurídica del Estado mexicano.
La reforma laboral de noviembre de 2012, aprobada sin enfrentar mayores resistencias poco antes de que Peña Nieto asumiera la presidencia, representa la aplicación de los postulados de la liberalización al mercado de trabajo. Flexibiliza en favor del capital las relaciones de producción y precariza, en cambio, la situación de los trabajadores al introducir tres tipos de contratación: por tiempo determinado, por capacitación inicial y a prueba, facilitando además el despido sin responsabilidad para el patrón. Legaliza la subcontratación o outsourcing como método para trasladar a terceros las responsabilidades laborales e introduce la figura del salario por horas. Por añadidura, pone el límite de un año al pago de los salarios caídos en los casos en que los trabajadores ganen juicios laborales. Todo ello no se tradujo en una mayor creación de empleos ni en puestos de mayor calidad durante el primer año de operación de la reforma. En 2013 el IMSS reporta la creación de 463 018 nuevos contratos, cifra si bien superior en 8.5 % al promedio de la última década, la más baja desde 2009 .
La llamada reforma educativa operada en los artículos 3º y 73 de la Constitución, la primera de la era propiamente peñista, es en realidad una enmienda a las condiciones de contratación y permanencia de los maestros, sujetándolos a mecanismos inéditos de evaluación. No elevó a rango constitucional el sistema de planeación educativa, como era de esperarse parta asegurar la determinación de prioridades y la asignación de recursos al sector; pero sí estableció un nuevo sistema de control del magisterio a través del Instituto Nacional de Evaluación de la Educación, de pretendida pero inexistente autonomía con respecto del Ejecutivo.
Al hacer depender el ingreso, la promoción, el reconocimiento y la permanencia en el servicio docente de la evaluación (Art. 3º, fracción III), finca un régimen laboral de excepción entre los servidores públicos, no establecido en el apartado B del artículo 123. Es también una reforma regresiva, que revierte la descentralización educativa efectuada desde los años noventa y devuelve a la federación el manejo y control de las plazas magisteriales, a partir de una evaluación homogénea y estandarizada que no reconoce las diferencias regionales economicosociales y culturales en el país. Es una modificación que no atiende las necesidades básicas del sector educativo, pero sí se corresponde con la visión del sector empresarial que agrupaciones como Mexicanos Primero, o la OCDE, tienen del magisterio. Es una modificación constitucional que ha alterado la relación entre el Estado y el magisterio en el proceso educativo y ha dividido al magisterio mismo y a buena parte de la nación. Por eso esta reforma, hoy entrampada, ha enfrentado la resistencia activa de los maestros de una buena parte de la República en las calles y plazas y en los tribunales. Lo perverso del caso es que una reforma que técnicamente correspondería a las leyes reglamentarias se haya inscrito en la Constitución para impedir que procedan juicios de amparo.
La reforma al sector energético es la apertura más radical que se ha operado en materia estructural. Es la reforma que viene a culminar lo iniciado en 1993 con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte; es la entrega al capital privado, prácticamente sin restricciones, de todas las fases —exploración, extracción, refinamiento, transportación, distribución, etc.— de la industria petrolera, la incorporación, como en el porfiriato, de los yacimientos mexicanos a los activos de las grandes empresas y la integración de las reservas nacionales a los recursos estratégicos de los Estados Unidos en medio de un ambiente de feroz competencia económica con las economías emergentes del siglo XXI como China, Rusia y la India. Sin un proyecto de capitalización autónoma y desarrollo de Pemex, la empresa aún nacional quedará en desventaja frente a los emporios internacionales del sector. Es, de las reformas, la de más difícil reversión y la de mayor riesgo para la soberanía nacional.
La reforma de telecomunicaciones se ha enfilado más claramente al debilitamiento de los oligopolios y a la recuperación de la capacidad regulatoria del Estado, como se ha visto en el periodo reciente con la integración del Instituto Federal de Telecomunicaciones, con la declaración de éste de Televisa y Teléfonos de México como agentes económicos preponderantes y la convocatoria a postulantes por la concesión de dos nuevas cadenas de televisión abierta. Pero no ha de perderse de vista que esa misma reforma abrió la posibilidad de que en el sector participen empresas con el 100 por ciento de capital extranjero, por lo que la apertura bien podría beneficiar exclusiva o fundamentalmente a los grandes consorcios internacionales.
Finalmente, no se puede dejar de mencionar las reformas que la sociedad está esperando y a las que el Ejecutivo, el Legislativo y la sociedad política en general no han respondido. Se trata de una verdadera reforma política que impulse la participación democrática y no la simulación actualmente en debate, que virtualmente hace nugatorios los procedimientos de consulta popular y referéndum. El temor de esa sociedad política a la participación social se mide por el tamaño de los obstáculos y candados legales con que se quiere condicionar el ejercicio de ese derecho constitucional en las leyes reglamentarias. Se requiere también introducir en la Constitución y la legislación correspondiente la revocación del mandato para los integrantes del Legislativo y el mismo Ejecutivo en los niveles federal, estatal y municipal, y no su reelección, que en modo alguno garantiza el control de los electores sobre sus representantes.
Del mismo modo, se requiere una verdadera reforma contra el cáncer de la corrupción que corroe en casi todas sus instancias a los poderes públicos, limita la productividad del capital, representa un gasto neto de circulación no presupuestado y ha propiciado, sin duda, la extensión de las distintas modalidades de la delincuencia organizada. Una reforma así, que abarque no sólo la transparencia sino también la sanción efectiva de las irregularidades administrativas de hoy y de ayer, es hoy por hoy un requerimiento imperativo para el crecimiento económico, la generación de empleos y la mejoría de las condiciones de vida de la población en general.
*Eduardo Nava Hernández es Doctorado en Ciencia Política, Profesor -Investigador de la UMSNH , SNI , PROMEP, y Analista Político en diversos medios de comunicación
**Texto abreviado de la ponencia presentada el pasado 10 de marzo 2014 en la Apertura Solemne del Seminario Internacional Permanente "Transformaciones Jurídicas y Sociales en el Siglo XXI" Edición Primavera 2014, Facultad de Derecho /Ärea de Ciencias Sociales del CIJUS
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