sábado, 23 de junio de 2012

La Procuraduría de la Defensa del Contribuyente, el ombudsman fiscal



Autor: Jorge Álvarez Banderas

La Procuraduría de la Defensa del Contribuyente, el ombudsman fisca
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Con la creación de la Procuraduría de la Defensa del Contribuyente, los contribuyentes a nivel federal ya cuentan con un defensor a fin de garantizar sus derechos a recibir justicia en materia fiscal, mediante asesoría, representación y defensa, recepción de quejas y emisión de recomendaciones.

Los servicios que presta son gratuitos bajo los principios de probidad, honradez y profesionalismo. La representación hacia los contribuyentes para promover los recursos administrativos procedentes y en su caso ante el juicio contencioso administrativo (juicio de nulidad) ante el Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa serán siempre deduciendo con oportunidad y eficacia los derechos de los representados, hasta su total resolución, se supeditará cuando el monto del asunto no exceda de 30 veces el salario mínimo del Distrito Federal elevado al año. Esta cifra al día de hoy asciende al importe de 682 mil 513.50 pesos.

Los servicios se otorgarán exclusivamente a petición de la parte interesada, por el procurador de la Defensa del Contribuyente, por los delegados regionales y por el número de asesores jurídicos suficiente para satisfacer la demanda, debiendo contar mínimamente con un delegado y el personal jurídico y administrativo necesario por cada Sala Regional del Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa.

Las autoridades fiscales federales y los servidores públicos federales, estatales y municipales que estén relacionados o que posean información o documentos vinculados con el asunto del que conoce la Procuraduría, o que por razones de sus funciones o actividades puedan proporcionar información útil, están obligados a atender y enviar puntual y oportunamente, de conformidad con lo dispuesto en la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental, la información que les requiera la Procuraduría y la que sea necesaria para el esclarecimiento de los hechos que se investigan. Asimismo, las autoridades fiscales federales estarán obligadas a:

I. Tener reuniones periódicas con la Procuraduría, cuando ésta se lo solicite, y

II. Mantener una constante comunicación con el personal de la Procuraduría y, a proporcionarle a ésta, la información relativa a los criterios que respecto al cumplimiento de las obligaciones tributarias y a la aplicación de las normas fiscales se tenga al interior de las autoridades fiscales, del sentido de las consultas que se le hagan, de los diversos formatos utilizados y su llenado y, en general, de toda la información que requiera la Procuraduría para el cumplimiento de sus funciones.

Las autoridades y los servidores públicos federales, locales y municipales, colaborarán, dentro del ámbito de su competencia, con las funciones y las actividades de la Procuraduría.

El incumplimiento de las obligaciones establecidas en esta ley dará lugar a las sanciones que en ella se establecen y, en su caso, a la responsabilidad administrativa que se derive de la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos.

Se entiende por autoridades fiscales federales incluso a las coordinadas respecto de los ingresos fiscales de carácter federal, así como a los organismos federales fiscales autónomos, como el Instituto Mexicano del Seguro Social y el Instituto Nacional del Fondo Nacional de la Vivienda de los Trabajadores

¿Qué Opinaría Montesquieu? /




Autor: Carolina San Martín Mazzucconi


¿Qué Opinaría Montesquieu?




Últimamente se oye mucho que estamos ante una crisis que es, en parte, de valores. El debate tiene que ver con valores sociales, pero me sirve para poner sobre la mesa una realidad que se hace patente en estos tiempos convulsos: el cuestionamiento de uno de los principios inspiradores del Estado de Derecho. Me refiero a la clásica separación de poderes según la cual el poder legislativo legisla, el poder ejecutivo ejecuta, y el poder judicial resuelve los conflictos aplicando el entramado jurídico preexistente.

Sobre la base de este esquema básico que todos aprendemos en la escuela, el art. 66 de la Constitución española atribuye a las Cortes Generales la representación del pueblo español y el ejercicio de la potestad legislativa del Estado, así como el control de la acción del Gobierno. Este último tiene encomendado el ejercicio de la función ejecutiva, la potestad reglamentaria, y la dirección de la política interior y exterior (art. 97), debiendo responder de su gestión ante el Congreso (art. 108). Finalmente, los jueces y magistrados administran la justicia que emana del pueblo (art. 117).

Pues bien, parece que ni Montesquieu ni la Constitución tienen hoy credibilidad alguna en este punto, porque importantísimas reformas legales, cuyo origen natural debería haber estado en el poder legislativo elegido como tal por los ciudadanos, sin embargo han emanado del Gobierno, con la excusa de una extraordinaria necesidad y urgencia que luego desmiente con sus propios actos, al demorarse en desarrollar reglamentariamente lo normado (sin duda una paradoja: asume una potestad legislativa que no le compete y no ejercita la reglamentaria que le otorga la Constitución).

En la misma línea, se anuncia –no sé si se confirmará- que este año no habrá “Debate sobre el Estado de la Nación” (práctica parlamentaria de control anual a la política de Gobierno que ha venido celebrándose desde 1983 con seis únicas excepciones por coincidir con años de elecciones generales), cuando parece más necesario que nunca.
Esta confusión de poderes y perversión de sus funciones y responsabilidades se ha contagiado, cómo no, al brazo judicial del Estado. Una parte importante de la judicatura ha reaccionado frente a la reforma laboral vigente resistiéndose a su aplicación tal como está concebida en su literalidad y espíritu, lo que sin duda es admisible, e incluso elogiable desde mi punto de vista, siempre que esa resistencia esté respaldada en Derecho (el ordenamiento jurídico ofrece instrumentos para expulsar de su seno aquello que no se ajusta a sus parámetros, para dejar de aplicar una norma que contraría disposiciones jerárquicamente superiores). Pero la mera “objeción de conciencia” judicial, el posicionamiento heroico como último baluarte de unos principios o derechos en riesgo, aunque pueda despertar solidaridad, comprensión e incluso gratitud, es tan aberrante como la desmesurada invasión ejecutiva sobre la legislativa que acabamos de censurar. El poder judicial que tiene pretensiones de legislador allí donde no hay espacio para ello, se deslegitima.

Ahora bien, evidentemente, esta moneda tiene dos caras. Hay que ser coherentes y no caer en trampas mediáticas, como alguna que aflora en la prensa a raíz de una reciente sentencia que aplica la reforma laboral intentando matizar sus postulados pero sin resistirse a las líneas de fuerza básicas; sin negar el cambio legal que supone y que hoy por hoy nos vincula a todos, nos guste o no. Dejando de lado el inmenso espacio que existe entre lo que la sentencia realmente dice y lo que se está diciendo que dice, lo cierto es que se interpreta por algunos como un espaldarazo judicial a la reforma.

Semejante forma de ver las cosas da la razón a quienes apoyan la resistencia numantina de la judicatura. No señores: si se exige pureza al poder judicial, no es de recibo interpretar que cuando los jueces aplican la norma sin más modulación que la que la misma admite sin violentarla –lo que ya es bastante difícil, teniendo en cuenta los problemas aplicativos que plantea-, están apoyando la reforma. No hay en ello, necesariamente, comunión con sus principios, diseño o efectos, sino mero respeto a la función constitucional asumida.

Ojalá todos se lo tomaran tan en serio.

@Carolina San Martín Mazzucconi.